No hay mal que por bien no venga. Esta expresión del refranero español me viene como anillo al dedo para comenzar este relato. Meses ciertamente complicados han dado paso, afortunadamente, a una nueva oportunidad de recechar un barbudo berberisco. Como no hay dos sin tres y nunca se sabe dónde le está esperando a uno el tío de la guadaña, surgió la oportunidad y no lo pensé dos veces.

Una semana antes del rececho, mi querido Pelu, buen amigo segoviano a quien debo una de las mejores experiencias cinegéticas de mi trayectoria como cazador, me devolvía visita y rececho. Haciendo referencia al símil futbolístico que realicé en el número del mes de junio de 2016 de Caza Mayor, Pelu venía a disputar el partido de vuelta: Ida que se disputó en abril en pagos segovianos tras el corzo. Y vuelta en tierras alicantinas en busca del arruí de los Montes del Cid.

Esta primera salida a finales de agosto acompañando a mi buen amigo fue la chispa que encendió la mecha de mi fiebre caprina. El azar quiso que recechando una hembra nos topásemos con un bonito macho del que me encapriché. Más guiado por la emoción que por el sentido común, o más bien, por el aprovecha que son dos días, me lie la manta a la cabeza para afrontar un nuevo rececho al rey del Atlas.

Son los Chaparrales un cazadero exigente, no exento de dificultad, sobre todo cuando aprieta el calor veraniego. Más de dos mil hectáreas de monte agreste hasta decir basta, con pendientes que pueden llegar a poner en riesgo la integridad física, pero de una genuina belleza. Un auténtico reto para los amantes de la caza en la alta montaña. Han leído ustedes bien, sí, alta montaña en las proximidades de la ciudad de Alicante.

Llegado el día “D”, comenzamos el rececho temprano, con el fresco de primera hora, repitiendo el mismo itinerario que días antes cuando avistamos el macho en cuestión. La subida hasta las antenas, punto desde donde iniciaríamos el rececho a pie, la hicimos en el todo terreno, si bien efectuamos un par de paradas para echar un vistazo rápido en el Barranco de los Colegiales y la umbría del Cid. Sin rastro de las cabras, proseguimos camino arriba hasta alcanzar los mil metros de altitud. Llegados a las antenas y tras ataviarnos con los archiperres, comenzamos el rececho a pie.

La atalaya del Cid permite divisar la cuidad de Alicante y todo lo que la circunda, mar mediterráneo incluido. Cortados vertiginosos se abren al vacío, y es aquí, en lo más escarpado de la pared del Cid donde moran estos insignes carneros de Berbería.

En nuestro afán por intentar avistar el deseado macho, avanzamos por la divisoria del Cid con la agradable brisa marina soplando de levante. Asomándonos con extremo cuidado al borde del precipicio, escudriñamos cada mata, cada rincón de la escarpada solana con el astro rey como testigo en el horizonte.

Hemos recorrido no más de doscientos cincuenta metros cuando observamos una piara de cabras en la mesa de la Serreta, a quinientos metros exactos, barranco abajo, de la posición en que nos encontramos. ¡Bingo! Hay un par de machos, uno de los cuales parece tener buenas hechuras a simple vista. No tenemos la certeza de que sea el buscado, pero éste no desmerece tampoco, por lo que después de valorar concienzudamente su trofeo, decidimos realizar la entrada. No es un macho de trofeo espectacular, pero supera los sesenta centímetros, que es el mínimo que me auto impongo en el caso del arruí a rececho.

La entrada requiere un cuidadoso descenso por la empinada pendiente, exigente en cuanto a seguridad si se pretender salvaguardar la integridad física. Un mal paso en este terreno es sinónimo de una aparatosa caída y rodar ladera abajo con consecuencias que es mejor ni imaginar. Con extremo cuidado comenzamos a bajar sin perder de vista las cabras. A mitad de camino el rebaño se ha desplazado un ciento de metros de la posición inicial, pero continúan a la vista. Se han echado y están tranquilas, lo que nos da margen para alcanzar el punto elegido para tener visual directa sobre el macho.

Con las rodillas aún temblorosas por el esfuerzo de la bajada, nos posicionamos tras unas matas a unos doscientos metros de las cabras. Me cuesta tanto recuperar el aliento y las fuerzas que cuando el barbudo ofrece su mejor blanco, no consigo centrar la cruz sobre el codillo. Lejos de ponerme nervioso, disfruto del momento y no desespero. Si se van que se vayan. No hemos venido aquí a precipitarnos.

Mientras recobro el pulso el macho desparece entre el espero atochar. Sigue ahí con toda seguridad, pero ahora nos va a tocar esperar a que decida levantarse. Todo está calmado, incluso la brisa de primera hora. En el fondo del barranco y con un sol de justicia, el calor empieza a ser importante, lo que requiere buscar una sombra si no queremos tener una insolación. A escasos metros de nuestra posición se yergue un joven pino carrasco que nos ofrecerá algo de protección hasta que los señores cabritos deseen retomar su actividad pastoril.

Más de una hora bajo un sol abrasador casi dan al traste con nuestras aspiraciones, y cuando prácticamente hemos decidido abandonar la espera, el macho se levanta tras una juguetona hembra en busca de favores sexuales. Hocico al viento en busca de las fatídicas feromonas, el carnero vuelve a ofrecerme uno de sus flancos, momento que, esta vez sí, aprovecho (o al menos eso creo) para efectuar el disparo. ¡Baaaaaaang! Sorprendido al ver que el animal no acusa el disparo, encaro de nuevo el rifle con el macho a la carrera y ¡piiiiiimba! Tampoco cae con este segundo tiro, pero ha hecho un extraño. Aunque no ha debido ser efectivo porque continúa su carrera junto con la piara. Un tercer disparo, también a la carrera y de nuevo sin hacer blanco, me deja con el semi automático tiritando.

Las cabras van a trasponer y meterse en el barranco en cuestión de un visto y no visto, así que emprendemos carrera hasta el borde del barranco para intentar disponer de una última opción de disparo. Si mi forma física ya era precaria antes de comenzar el rececho, después de los cien metros de carrera, me van a tener que recoger con una carretilla. Suerte que cuando alcanzamos el borde del barranco empiezan a aparecer cabras, con el macho cerrando filas. Sin dudar una milésima de segundo, encaro de nuevo el rifle, ya cargado, y siguiendo la carrera del macho, ¡piiiiiimba! que cae rodando hasta el fondo de la rambla. ¡Buffff, madre mía, qué subidón! Lo logramos, ya no se va. Ha costado, pero al final tenemos lo que habíamos venido a buscar. Te felicito Alejandro, buen rececho. Un lance que no se olvidará, como tampoco mi enésima demostración de lo manta que soy tirando.

Después unos minutos disfrutando con los posados fotográficos, llega el momento de abandonar el cazadero. Ardua tarea al hallarnos en el fondo del barranco bajo un sol abrasador. Con las fuerzas justas y tras un agotador recorrido, consigo abandonar la senda y regresar de una pieza a casa. Disfruto enormemente con los lances a la carrera, pero un día de éstos me vendría bien culminar un rececho con el primer disparo. Sobre todo, por cuestiones de salud.

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