Corrían los primeros días del mes de Septiembre del año 2000. Ese verano, como muchos otros, me encontraba de vacaciones en el pueblo de mi madre, Fuente el Fresno. Apurando mi regreso a casa para comenzar el nuevo curso académico, un buen amigo me invitó a hacer una espera en los maíces del coto en el que era socio. Llegamos a la casa de la finca con el tiempo justo para tomar un bocado y salir “pitando” hacia un maizal con bastantes daños ocasionados por los cochinos.
Llegados al panizo nos apostamos cada uno en un flanco de la parcela cultivada dando cara a un rastrojo de avena que se extiende entre el monte y el maizal. Apenas logro percibir una agradable brisa que sopla de cara. Con los últimos rayos de sol la luna comienza a despuntar en el horizonte. ¡Madre mía, la noche perfecta de no ser por los mosquitos! Un poco Aután y a esperar.
No transcurre ni media hora cuando empiezo a escuchar movimiento entre las cañas de maíz. Tal y como nos ha asegurado el dueño de la finca, hay cochinos encamados dentro del maizal. Presiento que en cualquier momento va a aparecer uno por mi espalda y me va a soplar en el cogote. Dicho y “casi” hecho.Poco antes de las once escucho como se van tronchando cañas en dirección hacia mi. Tengo el corazón a punto de salir por mi boca, la lengua como una lija y casi no puedo tragar saliva. A poco más de diez metros el guarro se para. No lo he podido ventear -pienso- porque al aire ahora sopla sesgado hacia el exterior del maíz. Son momentos de gran tensión. Un tira y afloja como si se tratase de ver quién aguanta más la respiración, si el guarro o yo. Casi puedo escuchar el latido del corazón del marrano. ¡La tensión se palpa en el ambiente!
El nerviosismo desaparece cuando el gorrino se aleja hacia el lado opuesto, momento que aprovecho para aliviar mi boca con un poco de agua. No dejo de escuchar al guarro durante los tres cuartos de hora siguientes entre constantes idas y venidas entre el panizo. Durante ese tiempo quedo abstraído disfrutando de la tranquilidad de la noche. Ensimismado con la luna me sobresalto al comprobar por el “rabillo” del ojo que el gorrino aprovecha para salir al rastrojo con dirección al monte. Me encaro, lo meto en la cruz y aprieto el gatillo. ¡Pimbaaaaa! El guarro cae desplomado en mitad del rastrojo. ¡Menuda voltereta, vaya trompazo ha pegado!No pasan quince minutos cuando pasan a recogerme. Tras recibir la enhorabuena, nos apresuramos a cargar el guarro en el coche para llevarlo a la casa y “apañarlo”.
Una espera de la que guardo un especial recuerdo por ser la primera en la que cobraba un machete.

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