Tras su fugaz aparición campeando a través de la parte más abrupta y recóndita del cazadero, lo primero que se me viene a la mente es que se trata de un macho con arbolada peluca. Leña, mucha leña se asienta sobre su testa. Tanta como para provocar sano insomnio en cualquier corcero que se preste. Dado que no fue servidor quien tuvo la fortuna de observar el avistamiento, la verdad es que tal hecho no me suscitó mayor interés. Sobre todo porque bien es sabido que los corzos con peluca no son corzos territoriales precisamente, sino más bien todo lo contrario, incluso erráticos en sus querencias. De ahí que lo primero que pensé es que si verdaderamente se tratase de un «peluca», las posibilidades de cruzarme con él y tener alguna opción cuando se abriese la caza del corzo, serían casi nulas. Además, siendo honesto, no sé por qué pero este tipo de corzos nunca me ha llamado la atención.
En los dos meses posteriores al avistamiento, haciendo honor a su apelativo, el duende no concede el más mínimo atisbo sobre su presencia en el cazadero.
A principios de mayo salta la liebre. Sorpresón en toda regla. Lo que meses antes parecía tratarse de un corzo con peluca, es ahora un macho de arbolada cuerna y bella rareza. Un regalo de la naturaleza, el sueño de todo corcero. El Gallocorzo. No acertaría a narrar con palabras el estado anímico de agitación que me produjo comprobar la magnitud de su trofeo. Me generó tanta ilusión que no pude sino hacer de este macho mi objetivo prioritario de la temporada.
Entrados en el mes de julio, el instinto más primitivo del Gallocorzo provoca su querencia en un punto concreto del cazadero. Al aguadero. Sus cuernas poseen los suficientes argumentos para la adquisición de un territorio en el que cortejar a alguna corza ante el inminente e impredecible período de celo. La sed y las hormonas han de jugar a mi favor.
Finalmente, una tarde de julio decido apostarme en sus dominios hídricos. Acudo a la cita temprano, casi con la certeza de que nuestro Gallocorzo aparecerá. Con el sol aún picando, la espera se hace dura, pero la fe mueve montañas y hace soportar lo inaguantable. Tras varias horas sudando la gota gorda, el sol comienza a descender sobre el horizonte. Justo en el momento en que desaparece en lontananza, advierto un pequeño bulto, casi imperceptible, entre el monte. No llevo encima los prismáticos porque antes del aguardo pienso que de aparecer el corzo, lo hará a última hora. Si me entretengo con los binoculares, lo más normal es que pierda mi tan ansiada oportunidad. No me queda otra que encararme el rifle ipso facto, valorar en un milisegundo y si es nuestro corzo, apuntar bien y apretar el gatillo. Efectivamente, al encararme lo primero que veo es la cresta en todo lo alto. Madre mía, aquí lo tengo. Es el que estoy esperando. De repente sucede algo que no espero. Los nervios casi me tienen paralizado. No me ha dado tiempo a fijar la cruz del visor en el codillo porque el corzo no se ha detenido. Puffff. Bajo la cabeza y la coloco entre las piernas intentando recuperar la calma, mientras rezo para que el corzo dé media vuelta y tome la dirección del aguadero.
Un par de minutos más tarde veo que afortunadamente el corzo no ha “tomado las de Villadiego”. Vuelve sobre sus pasos, raudo en sus andares, directo hacia el punto de agua. Es mi momento. Espero encarado a que asome, con el 270wsm preparado para hacer su trabajo y dar una muerte digna, rápida y sin sufrimiento a tan magnífico animal. Ahí está, ajeno a su destino. Un segundo, codillo en la cruz y ….. ¡Piiiiiiimba! La historia del Gallocorzo se ha escrito. Lance para el recuerdo, corzo más que cumplido e inmensa felicidad por hacer realidad otro sueño.