
Le recojo a las 19:00 horas. No somos de parar a tomar nada. De camino reina el silencio, llevamos de fondo en la radio los goles de Xavi Alonso de aquella España venciendo a Francia en la Eurocopa de 2012, en la que terminaríamos siendo campeones. Mantenemos silencio porque los dos sabemos que el trabajo está hecho. El verdadero trabajo estaba terminado al lograr descifrar su querencia y descubrir que se tomaba su gran preciado baño de barro, aquel fino y oscuro de manantial, a lo largo de todo el día. Lo tomaba tan temprano que nos hacía pensar que su encame estaba muy cerca.
La tarde es cálida, como un 23 de junio, tranquilidad junto al arroyo, las perdices pasan para abrevar en sus últimos minutos antes de la dormida. Los rabilargos hacen presencia logrando alcanzar lo más profundo del monte, haciendo intercaladas paradas. La paz del campo ya está impregnada en mis ojos, la espera ha comenzado.
Estamos en las ramas de una encina, sin lujos. Dos cojines nos proporcionan el sobrado confort que buscamos, hemos venido a aguardar a El Almendrado y no al sofá de un disco pub. Me pregunta si estoy cómodo, le digo que sí. Él termina de acomodarse, aunque aquel caprichoso jabalí no dejaría que se nos entumecieran las piernas. No han pasado ni cinco minutos y veo entre las pocas jaras un bulto negro que vaticina que la consumación está cerca.
Tengo el arma en mis manos, aunque sin haber hablado, los dos sabemos que ese guarro es de él. Su generosidad hubiera preferido que fuera yo quien culminara, pero la precipitación de los hechos no dio pie a mucha discusión. Lo miro y sin decirle nada, le clavo la mirada anunciándole que está ahí, me mira, le cedo el rifle y le indico con la mano. Él no deja de mirarme y no atiende a mis señales, no me cree, aunque segundos después no puede dudar de mi cara, mira donde le señalo y ahí está, como nos habíamos imaginado tantas veces. Estaba parado, confiado porque ese era su lujoso entorno, agua fresca, barro y almendras a granel. Hay unos cincuenta metros y apenas unos segundos nos separan del pináculo del acto. Dispara a la oreja. Yo no hubiera arriesgado, pero él es veterano. Cae y concluye la obra «con el más puro instinto asesino, le quitamos la vida sin desearle la muerte».
